7/08/2009

ESTA HERMOSA VIDA

La semana que ha pasado ha estado colmada de diversas celebraciones por el día del profesional más ensalzado y golpeado; más reconocido y despreciado; más elogiado y vapuleado: el maestro.
Yo tuve buenos maestros, de ellos aprendí muchas cosas que aplico o trato de aplicar en esas gratificantes sesiones de clase con mis alumnos y alumnas. Tuve mi primer maestro de escuela, Gustavo Guevara, él me enseñó las primeras letras, a borronear mis primeros cuentos; recuerdo sus clases magistrales debajo de los algarrobos, respirando aire puro y piurano. Otro de mis maestros – ya en la secundaria – fue don Matías Cruz Sandoval, quien me enseñó la historia al revés, es decir la historia verdadera, aquella que la ocultan los herederos de Pizarro y Almagro. Otro de mis célebres maestros fue don Máximo Nizama, que para animarme me decía “tú eres pichón de cóndor”, palabras que recordaba cuando se me presentaba alguna dificultad. Otra fue mi maestra Soledad Ortiz, que me enseñó a conocer la verdadera amistad y comprendió mi aversión al inglés.
Ya en la vida universitaria tuve grandes maestros como los hermanos Luis y Gustavo Benites Jara. De ellos aprendí a ser demasiado exigente en el autoaprendizaje: los dos son voraces lectores y hombres de una cultura general asombrosa; también aprendí de ellos a indignarme de las miserias del mundo y luchar por un mejor destino. Lucho educa hasta cuando se reune a tomar una bebida refrescante, Gustavo es un mago de la pedagogía.
En mi naciente vida como profesor tuve también un maestro, el Prof. Ricarte Minchola Vereau. El como hombre de muchos años de experiencia, me supo orientar en el teje y maneje de esta hermosa vida en las aulas. Era extraordinario escucharlo cuando, con una mano en mi hombro, me hacía entender que había fallado y con ejemplos concretos me señalaba el camino a seguir. Nunca escuché palabras de reproche (aún siendo mi superior inmediato), lo suyo era la motivación y el consejo fraternal.
¿Cómo no sentir amor por esta profesión, entonces? ¿Cómo no decir que ser maestro es la máxima profesión a la que debe aspirar un ser humano? ¿Cómo no indignarse frente a la sistemática campaña de desprecio hacia los maestros? ¿Cómo no levantar nuestra voz contra aquellos gobernantes que condenan al maestro a la miseria?
Solo sé que algún día el maestro volverá a ser visto con los ojos limpios de la historia. Algún día se reconocerá su histórico rol de forjar nuevas mentes que derroten la ignominia reinante. Mientras tanto los maestros seguiremos bregando en este mundo incierto porque entendemos perfectamente lo que el amauta Mariátegui decía: “el maestro tiene el mérito en las victorias y la responsabilidad en las derrotas”.

Diario CORREO. Columna “ESTA BOCA ES MÍA”. (Trujillo, 08/07/09)

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